A principios del Siglo XIX, la llamada fiebre amarilla llegó a varias poblaciones andaluzas y entre ellas a La Carlota. Fue un carrero valenciano que llegó a hospedarse en la Real Posada el que inició el contagio y se la transmitió a varias personas de las que se alojaban en la Fonda o Real Posada de La Carlota.
En ella murieron en menos de un mes, además del posadero, su suegro, un bebé del posadero y un hermano también un sacerdote francés, hermano del posadero, cuatro criados de la Real Posada… y así hasta un total de diez personas de la misma.
Más de ciento cincuenta personas del pueblo y sus aldeas, entre los que se encontraban el notario y el sastre de la Real Carlota.
Cuentan que el posadero antes de morir hizo prometer a su esposa y a otros trabajadores de la Real Posada que jamás alojarían en su estancia o dormitorio, a ningún huésped, por muy cansado que llegara pidiendo albergue y aunque faltara espacio para hospedarlo. Su dormitorio lo había convertido el posadero en un pequeño santuario, donde tenía colgados por las paredes los más variados objetos de más distinto valor, recibidos, como obsequio por muchos de los huéspedes que allí se alojaban.
Cuando se aproximaba la fiesta de los Santos, encendía velas a las muchas fotografías colgadas en la pared de sus familiares ya fallecidos. Durante los tres meses siguientes, al óbito del posadero y los otros nueve muertos, la Posada se cerró ya que los viajeros pese a que se había atajado la epidemia de la fiebre amarilla, no se detenían allí y pasaban de largo, con miedo.
Pasados los primeros años del fallecimiento del posadero, la familia intentó respetar su voluntad de no alojar en su estancia a ningún huésped hasta que a los siete años se desencadenó la guerra de la Independencia. Las tropas napoleónicas venidas hasta Andalucía utilizaban toda la planta baja de la Posada y Fonda, para alojar la caballería.
Metían los caballos en la cocina, derriban los tabiques, dejaban los fogones rotos e irrumpían en las habitaciones de forma violenta.
Dice la leyenda que a todo aquel que se atrevía a profanar el santuario del fallecido posadero, cuando al día siguiente cogían sus caballos o carruajes para proseguir el viaje, el espíritu del posadero los perseguía hasta precipitarlos a la muerte y ninguno logró llegar a su destino porque desaparecían en el camino. Así ocurrió durante muchos años con todos los que osaban alojarse en el dormitorio del posadero.
En el año 1812 (año de la Primera Constitución Española) y ya una vez expulsados los franceses de España, el Intendente de Córdoba ya que la población aún no dependía del subdelegado de las Nuevas Poblaciones, don Fernando de Quintanilla; contrató a un nuevo posadero que a cuenta de renta reconstruyó la parte baja y adecentó la parte alta de la Real Posada, dejando la habitación del posadero como una sala museo con todos los recuerdos del mismo en las paredes y su espíritu descansando en paz.