Por María.
Aparcar en La Carlota es una odisea. Me pregunto cuánta gente tendrá coche, cuántos van en coche para ir a comprar el pan, para llevar al niño al fútbol, para ir al mercadillo, para ir a la pescadería y cuántas vueltas tengo que dar en mi calle, en la calle de al lado o en el radio de no sé qué para encontrar una plaza en mi calle.
Coches por todas partes: aparcados en doble fila, encima de la acera, por detrás del butano, por delante del butano... y como decía uno de Jaén si ves un coche que lleva un mes, dos meses... en el mismo sitio, no es que esté abandonao’. Es que en su día, encontró el "sitiazo".
Eso es lo que yo procuro. No moverlo una vez que lo he aparcado, porque después que llegas hasta las narices de conducir, de trabajar y de aguantar a unos y otros, te sale la típica Dolores, Concha, María Antonia, Francisca, que es que en ese momento tiene que salir a barrer la calle. Aunque, sean las tres de la tarde o las siete de la mañana, tiene que barrer a esa hora y ver donde aparcas, porque como le aparques en la puerta, la cara de perro guardián no la puede quitar porque le estás aparcando en su puerta y probablemente te diga: “niño, ahí te pueden arañar el coche (gruñido amenazante)” que te hace recapacitar o “niño, échalo más pa’lante que es que yo ahora iba a regar mi puerta”.
Son unas visionarias, mientras los gorrillas piden dinero, ellas marcan su territorio con la escoba gastada y la calle más brillante que una patena. Si es que el Ayuntamiento inventó las señales de prohibido aparcar de unos meses a otros en homenaje a ellas.