Por Inmaculada
Hace muchos años cuando finalizaba el mes de Octubre y la temperatura seguía siendo alta. Los labradores y ganaderos clamaban pidiendo la lluvia pues la sequía estaba agotando los pastos; y los riachuelos y arroyos estaban secos.
Un pastor reunió con ayuda de sus dos perros su rebaño de ovejas por la mañana, se echó el morral al hombro, introdujo en él pan, tocino y una botellita de vino. Cuando se disponía a salir, su abuela lo interpeló.
- Andrés, creo que no deberías salir hoy con las ovejas, parece que el cielo se está nublando y puede acabar en tormenta.
- No pasa nada abuela, así llevamos todo el mes y ya ve, sin llover. Vd.lo que tiene que hacer es prepararme las gachas del día de Los Santos y a mi plato que le ponga 11 tostones, pues mañana ya entramos en el undécimo mes del año.
- Sí, hijo, las tendrás preparadas para cuando vengas esta noche, pero tú cuida bien del rebaño y sobretodo de los 11 recentales que llevas, ya sabes que los venderemos para la Pascua y nos ayudarán a pasar de fatigas.
Andrés era un muchacho de 15 a 16 años, con la cabeza pequeña, ojos chicos y marrones, la piel trigueña y de mirada torpe. Era bueno de condición aunque suspicaz, malicioso, creyendo en muchas supersticiones y en cosas extraordinarias que otros pastores le contaban, cuando con él se reunían.
El día se le hizo corto, a pesar del aire que azotaba a sus ovejas y les hacía que se movieran como inquietos y nervioso. El cielo se iba encapotando cada vez más, Andrés se despidió de los otros pastores y puso en marcha al rebaño con ayuda de sus dos perros para regresar a casa.
Al pasar junto al Cementerio, vio a muchas mujeres portando flores y velas para los difuntos. Andrés apresuraba el paso tratando de llegar antes que la tormenta se desencadenara sobre él y su rebaño.
Al pasar por la vieja y semiderruida casilla del Monte se vio obligado a guarecerse allí con sus ovejas. Primero bajo las encinas y luego las entró. En otra ocasión lo había hecho, siendo amonestado más tarde por un viejo cabrero que decía que él pagaba por encerrar allí sus cabras.
Nuestro pastor fue colocándolas, como pudo y recordando lo que su abuela le había dicho colocó a los 11 recentales con sus madres a cubierto del agua que pudiera caer.
Tenía hambre, la carrera que había dado le había despertado el apetito y sacando de su zurrón un trozo de pan que le quedaba, panceta y su navaja, empezó a comer y a beber un vino que le sabía un poco agridulce.
Cuando llevaba 3 ó 4 tragos de vino el resplandor de los relámpagos, que se prolongaba más de lo normal. Su abuela decía que cuando esto ocurría era porque los difuntos querían establecer contacto con sus seres queridos y en uno de esos resplandores le pareció ver entre nubes la cara de ternura de su madre, a la que sólo había conocido a través de las fotos que su abuela tenía colgadas por las paredes de toda la casa.
Los patios, las cuadras y demás dependencias de la casilla, Andrés vio con ojos asombrados al macho cabrio con unas dimensiones como nunca había visto, y al momento, fuertes truenos invadieron el ambiente. Se mezclaban con los balidos de las ovejas, los ladridos de los perros y sobre todo con los gritos balidos de los recentales, como si fueran a ser sacrificadas ya para las Pascuas. Recordó lo que contaban otros pastores de que el diablo era como un macho cabrio con los cuernos aún más grandes y un escalofrío recorrió su cuerpo. Estaba aterido, los pelos se le pusieron como escarpias, tenía miedo, los dientes le castañeteaban y empezó a rezar la oración que su abuela entonaba a la luz de una vela:
“Santa Bárbara bendita que en el cielo está escrita, con papel y agua bendita, al pie de la Cruz, Amén Jesús”.
Trataba de no pensar mientras veía y escuchaba aterrado los relámpagos y truenos de la tormenta.
Al cabo de 2 horas, dejaron de oírse los balidos y los fuertes truenos fueron sustituidos por los sonidos provocados por la lluvia y el tañido lúgubre de las campanas de la Iglesia. Con esta cadencia de sonidos y acordándose de las gachas que su abuela le dijo, Andrés se sumió en un sueño profundo, tal vez por efecto del vinillo tomado.
Al amanecer, el pastor se puso en pie, se asomó primero a recoger a los recentales y sus madres. Ellas estaban, pero los corderillos no. Recorrió toda la casa, habitación por habitación. Se fue corriendo a la parte de atrás de la casilla del Monte, miró hacia dentro del pozo y en el pilón de aberrar y beber las bestias contempló horrorizado las 11 cabecitas de los corderillos y sangre por todo el camino.
Cabizbajo caminó con sus ovejas hacia su casa pensando por qué no había hecho caso de su abuela, sin llevar aquel día las ovejas a pastar y sin ganas de comer ni gachas, ni mucho menos los 11 tostones que su abuela había puesto en las mismas.
Dicen los mayores del pueblo que en los días de tormenta, llegan procedentes del Monte balidos de corderos hasta el barrio más próximo el de “Las Casas Nuevas”.
No sé si serán los balidos o los gritos de los pequeñines de la guardería cercana, que también se ponen nerviosos con los truenos y relámpagos de las tormentas.
Durante varias décadas cuentan que los adolescentes del pueblo se iban a la Casilla del Siete a hacer prácticas espiritistas.